Por Sugel
Michelén
Luego
de haber comido la Pascua y haber instituido la Santa Cena, el Señor Jesucristo
atravesó con Sus discípulos el arroyo de Cedrón y se dirigió al huerto de
Getsemaní. Allí derramó Su alma delante de Dios en oración y fue fortalecido
por un ángel para seguir adelante con la obra que había venido a hacer.
Una
de las razones por las que Jesús decidió visitar el huerto esa noche, era el
hecho de que Judas conocía el lugar, y así el Señor se aseguraba de que Sus
enemigos lo encontrarían más fácilmente. En Jn. 18:2 dice que “Judas, el que le entregaba, conocía aquel
lugar, porque muchas veces Jesús se había reunido allí con Sus discípulos”.
El
Señor no fue tomado por sorpresa aquella noche. Escapar hubiese sido la cosa
más fácil del mundo, pero Él evitó adrede cualquier palabra o acción que
pudiera ayudarle en Su liberación. En Mt. 26:53 Cristo le hace saber a Pedro
que, con sólo pedírselo al Padre, tendría a Su disposición más de doce legiones
de ángeles. Y en Jn. 18:6 vemos que en el momento en que la turba se presentó a
arrestarle y el Señor se identificó a Sí mismo, todos fueron derribados a
tierra por un poder milagroso.
Cristo
habría podido impedir el arresto, pero no lo hizo porque Él había venido a
morir por los Suyos. Después de la agonía de Getsemaní el camino estaba trazado
sin posibilidad de cambio: primero el juicio y luego la cruz.
Para
eso fue al huerto aquella noche, para ser apresado por Sus enemigos. Noten Sus
palabras en los vers. 52-53
“Y Jesús dijo a los principales sacerdotes, a
los jefes de la guardia del templo y a los ancianos, que habían venido contra
él: ¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y palos? Habiendo estado
con vosotros cada día en el templo, no extendisteis las manos contra mí; mas
esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas”.
Es
precisamente a estas últimas palabras a las que deseo llamar vuestra atención
en esta breve meditación.
Lo
primero que estas palabras nos enseñan es que ese tiempo había sido señalado en
el decreto divino.
En
el texto paralelo de Mateo, en Mt. 26:55, Cristo añade: “Mas todo esto sucede, para que se cumplan las Escrituras de los
profetas”. Dios estaba llevando a cabo Su plan soberano de redención,
aunque al mismo tiempo ellos eran responsables de sus acciones. “Uds.
decidieron hacerlo en esta hora, cuando hubiesen podido prenderme en otro
momento. Esa fue vuestra decisión, pero al hacerlo estaban cumpliendo, sin
saberlo, el decreto de Dios y los escritos de los profetas”.
Ellos
no actuaron en inocencia, como robots programados. No. Todo cuanto hicieron esa
noche era lo que querían hacer: matar a Cristo; y lo hicieron movidos por su
odio, no por el decreto de Dios (comp. Hch. 2:23, 36-38; 3:13-15). Pero al
hacerlo,
llevaron a cabo el propósito eterno de Dios: “Esta es vuestra hora”; el tiempo que Dios les había asignado en Sus
decretos para que hicieran lo que hicieron.
Esto
ciertamente es un misterio que no podemos comprender del todo, pero no porque
sea irracional, sino porque no tenemos toda la información que necesitamos.
Estos hombres odiaban a Cristo y querían llevarlo a la cruz. Pero no pudieron
hacerlo hasta que llegara el momento señalado por Dios en Sus decretos (comp.
Jn. 2:4; 7;6, 8, 30; 8:20; 12:23, 27; 13:1; 16:32; 17:1).
Pero
el texto nos enseña también que esta era una hora en la que Dios había
permitido al reino tenebroso del mal llevar a cabo su voluntad.
Como
bien señala Frederick Lehay: “Dios había reservado esta hora para Satanás… esta
hora era especialmente suya… En esta terrible hora Satanás tuvo rienda suelta.
En el caso de Job Dios le puso un límite a la actividad de Satanás. En la
experiencia de Cristo no hubo límite para la embestida… Él era libre de hacer
lo peor y lo hizo”.
Sólo
eso puede explicar la saña irracional que toda esta gente volcó contra Cristo
esa noche. Seguramente no ha habido otro tiempo en la historia humana cuando el
mal se haya manifestado en todo su horrible poder como en ese momento. El Señor
tenía que vencer al maligno en el mismo terreno donde el hombre había perdido
la batalla, pero ¡qué precio tan grande tuvo que pagar por ello!
Cristo,
nuestro Salvador, tuvo que enfrentarse cara a cara con los poderes del mal,
para que nosotros pudiésemos disfrutar hoy de la protección de Dios. Él no tuvo
ninguna protección en ese momento porque estaba sufriendo en nuestro lugar el
castigo que los Suyos merecíamos por nuestros pecados.
Esta
escena de los evangelios nos muestra una vez más cuán grande es el amor de Dios
para con Sus elegidos. El Padre entregó a Su propio Hijo para salvar a un grupo
de hombres y mujeres que le aborrecían; y Dios el Hijo vino voluntariamente a
sufrir las consecuencias de nuestros pecados, para que nosotros pudiésemos ser
librados de tales consecuencias (comp. Rom. 8:31-32).
Pero
también nos enseña que aún las horas más oscuras están contempladas en los
decretos de Dios; y a final de cuentas, Él usará los episodios más terribles
para la gloria de Su nombre y el bien de Su pueblo.
Hay
ocasiones en las que el diablo desciende con más furor sobre los creyentes (de
ahí la exhortación de Pablo en Ef. 6:10-11, 13). Pero aún en esas horas oscuras
tenemos que ver a Dios por la fe llevando a cabo Sus decretos eternos.
Nuestro
Dios no tiene nada que ver con el pecado (Sant. 1:13), pero el pecado no se
escapa de Su control. Y qué bueno que es así. Si el Señor no controlara el
pecado, este mundo sería un caos total.
No
tenemos en este momento toda la información que se requiere para desvelar todos
los misterios, pero la información que tenemos es suficiente para descansar
confiados en Aquel que es Rey de reyes y Señor de señores, cuyo amor es tan
grande que estuvo dispuesto a dejar Su trono de gloria, asumir una naturaleza
humana semejante en todo a la nuestra, pero sin pecado, y luego vencer al
diablo en nuestro lugar, para que nosotros participemos eternamente de Su
victoria.
Adorémosle
hoy como Él merece, proclamando Su gloria y Sus virtudes, con el gozo de saber
que estamos en Sus manos. Independientemente de las circunstancias que nos
rodean en estos momentos, Él sigue siendo el único y sabio Dios en el cual
podemos seguir confiando en las horas más oscuras y tenebrosas.
© Por Sugel Michelén.
6 de Septiembre de
2009